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Matrimonios forzados en comunidades indígenas 

Mujer ñuu savi tejiendo sombrero en San Lucas, Cochoapa el Grande, Guerrero.

La violencia que se ejerce en contra de las mujeres adolescentes en las comunidades indígenas es institucional y patriarcal. Porque muchas veces hay denuncias en contra de los padres de familia que obligan a sus hijas a casarse a cambio de una fuerte suma de dinero, pero no hay quien atienda estos llamados de auxilio de las mujeres.

Kau Sirenio 

Los que nacimos en las comunidades indígenas en el siglo pasado somos producto de la violencia patriarcal e institucional que se ejerció durante cientos de años en contra de nuestras madres que fueron obligadas a casarse. Muchas de ellas se opusieron a sus maridos y no permitieron que sus hijas corrieran con la misma suerte, pero también hubo casos donde este patrón se reprodujo. 

Mi madre, María Pioquinto Ortega, fue obligada a casarse a los quince años. Cuando la pidieron para casarse, apenas había terminado el tercer grado de primaria. Ella deseaba seguir con su formación y aspiraba a ser médica para ayudar a las mujeres de Cuanacaxtitlán a planificar el número de hijos. Sin embargo, no encontró eco en la familia para que la salvaran de un matrimonio que nunca funcionó. Mi abuela materna la golpeó hasta hacerla perder el conocimiento; sólo dejó de golpearla cuando aceptó casarse, a pesar de que el hombre con que se casaría no tenía ni la menor idea de lo que era cultivar su alimento.

Sé lo que pasó con mi madre porque ella misma me lo contó en reiteradas ocasiones que platicamos. Pero su caso no fue el único. Años atrás, una adolescente se rebeló en contra de la decisión de sus padres y mejor decidió huir con el que ahora es su esposo.

En Cuanacaxtitlán, son alrededor de tres mujeres las que decidieron romper con este tipo de matrimonio. Si bien es cierto que no lograron tejer espacios para que otras niñas pudieran defenderse del matrimonio acordado por los padres, sí consiguieron que en la comisaría municipal de esa comunidad le prestaran mayor atención y no se repitiera.

María Pioquinto se opuso cuando una familia llegó a pedir la mano de mi hermana cuando ésta apenas tenía trece años. Como una forma de evitar que a su hija la casaran a fuerza, mi madre la envió a estudiar en San Luis Acatlán, Guerrero. Ahora ella es profesora de educación indígena. 

La violencia que se ejerce en contra de las mujeres adolescentes en las comunidades indígenas es institucional y patriarcal. Porque muchas veces hay denuncias en contra de los padres de familia que obligan a sus hijas a casarse a cambio de una fuerte suma de dinero, pero no hay quien atienda estos llamados de auxilio de las mujeres. Los ministerios públicos no le hacen caso a las mujeres que llegan a denunciar, a pesar de que en muchos de los casos llegan ultrajadas. Pero ni aun así hay justicia para ellas.

La discriminación que sufren las mujeres, por ser pobres, indígenas y mujeres, es cada vez más cruel, pero nadie voltea a ver esta grave situación que sufre la mujer en las comunidades, en los campos agrícolas y en las ciudades. A esta sociedad clasista, racista y machista no le importa la integridad de los otros, ni su dolor ni su cansancio. Lo único que le importa es su confort. 

En los últimos años se ha denunciado el matrimonio forzado en las comunidades indígenas, sobre todo en la Montaña de Guerrero, pero no había trascendido. Las instituciones, como la Secretaría de la Mujer y la Secretaría de Asuntos Indígenas y Afromexicanos del gobierno del estado de Guerrero de la anterior administración, nunca se pronunciaron en contra; tampoco diseñaron políticas públicas para proteger a las niñas indígenas guerrerenses.

Para que la historia de María Pioquinto y la de cientos de mujeres que fueron obligadas a casarse no se repita, académicos y académicas, intelectuales, creadores, profesores, periodistas y todas las poblaciones indígenas tenemos que diseñar una nueva relación en nuestras comunidades para evitar que las mujeres y los varones se vean obligados a casarse a temprana edad.

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