
Javier Saldaña Alamazán perpetúa su cacicazgo en la Universidad Autónoma de Guerrero.
Escribe: Adonías Rosales Sierra
Fotografías: Eduardo Yener Santos
El Congreso del Estado de Guerrero aprobó la reforma a la Ley Orgánica de la Universidad Autónoma de Guerrero (UAGro), con la cual se elmina la reelección inmediata del rector y de los directores, pero se amplía el periodo de gestión de cuatro a seis años.
A primera vista, esta medida podría parecer un avance democrático. Sin embargo, detrás del discurso institucional se esconde una maniobra que podría perpetuar, bajo otro nombre, el mismo poder de siempre.
Durante más de una década, la figura del actual rector ha sido dominante en la vida universitaria guerrerense. Su influencia se extiende más allá de los salones y los laboratorios: alcanza la política, los sindicatos y hasta los procesos electorales. Decir que la universidad es autónoma resulta, en muchos sentidos, una ficción cuando las decisiones responden más a intereses de grupo que al bienestar académico.
Ampliar el mandato a seis años sin una consulta real a la comunidad universitaria no representa una reforma progresista, sino una regresión en términos de participación y transparencia. Los estudiantes, maestros y trabajadores universitarios no fueron convocados a deliberar sobre una ley que los afecta directamente. Esa omisión contraviene el espíritu democrático que tanto se presume en los discursos oficiales.
Pareciera que no habría voces disidentes pero las hubo: la diputada Diana Bernabé Vega, el diputado Pablo Amílcar Sandoval Ballesteros y Aristóteles Tito Arroyo no respaldaron la reforma. Su voto en contra demuestra que no todo dentro del movimiento se somete a la obediencia ciega, y que aún existen representantes que ponen por delante los principios sobre la conveniencia política. Su postura merece respeto, porque defender la democracia universitaria también es defender el proyecto de transformación, que debe ser ético, crítico y congruente.
Prohibir la reelección inmediata, pero al mismo tiempo permitir que quien hoy ocupa el poder universitario lo mantenga o lo recupere más adelante, no es más que un juego semántico para conservar privilegios. Si realmente se quisiera fortalecer la autonomía universitaria, se abrirían los espacios de decisión, se renovaría la dirigencia académica y se impulsaría una reforma desde abajo, con la voz de las aulas, no desde los escritorios del poder.

La pregunta que muchos universitarios indígenas y afromexicanos se hacen hoy es: ¿en qué los beneficia realmente esta reforma? La Ley Orgánica de la UAGro, en sus artículos 7 y 8, habla de inclusión, equidad y atención a los sectores más desfavorecidos, pero en ningún apartado menciona de manera directa a los pueblos originarios o a la población afrodescendiente. Es una omisión grave, porque invisibiliza a los estudiantes que vienen de las montañas, de la Costa Chica, de los pueblos que mantienen viva la raíz de Guerrero. Se habla de derechos humanos, pero no de derechos culturales; se presume la “inclusión social”, pero no se legisla para garantizar la educación con identidad, lengua y territorio.
El Artículo 7 dice que la Universidad debe atender a los sectores más desfavorecidos y promover los derechos humanos; el Artículo 8, fracción V, menciona la obligación de formar estudiantes comprometidos con los grupos vulnerables y marginados. Pero esa redacción generalista es insuficiente: no basta con insinuar que los pueblos indígenas y afromexicanos están incluidos “de manera implícita”. La ley debería nombrarlos, reconocerlos, y garantizarles representación, becas y programas específicos. Cuando una norma omite nombrar a los que más necesitan ser defendidos, está fallando en su misión social.
Guerrero es un estado con una composición profundamente indígena y afromexicana. Más del 30% de su población pertenece a estos pueblos, y miles de jóvenes recorren caminos de tierra para poder llegar a una preparatoria o a una facultad de la UAGro. Y aun así, esta reforma no los contempla, no los nombra, no los protege. Es una ley que habla de inclusión, pero se olvida de los que menos tienen. Es una reforma hecha desde el escritorio, no desde las comunidades.
La universidad debería ser el corazón que late en tu’un savi, me’phaa, náhuatl y ñomndaa. Pero lo que hoy se aprobó es una ley muda ante la diversidad. Una universidad verdaderamente democrática no puede ser ciega ante la historia de los pueblos que la sostienen. Legislar sin reconocer a los estudiantes indígenas y afromexicanos es perpetuar la desigualdad, es negar el rostro plural de Guerrero y cerrar las puertas del conocimiento a quienes han sido sistemáticamente excluidos.
La reforma universitaria, si de verdad quiere llamarse democrática, debería tener rostro indígena, afromexicano y alma comunitaria. Porque la autonomía universitaria no puede ser privilegio de unos cuantos, sino una oportunidad para que los pueblos originarios participen en el conocimiento, la ciencia y el arte desde su propia identidad. Solo así la UAGro podrá ser, en toda su esencia, una Universidad del Pueblo.
Por eso, más que celebrar esta reforma, habría que cuestionarla: ¿es un paso hacia la democratización universitaria o un intento más de alargar la sombra del poder que no quiere soltar las riendas?
La Universidad Autónoma de Guerrero debe ser un faro de pensamiento libre, no un bastión político de quienes ya llevan demasiado tiempo administrando el conocimiento como si fuera propiedad personal.
Por eso, más que celebrar esta reforma, habría que cuestionarla: ¿es un paso hacia la democratización universitaria o un intento más de alargar la sombra del poder que no quiere soltar las riendas?
El verdadero cambio en la UAGro no llegará con leyes hechas al vapor, sino con una nueva conciencia universitaria que ponga al estudiante en el centro y no al rector en el pedestal.










