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El homenaje al verdugo: la memoria que el poder pretende sepultar

Hijas de Rosendo Radilla Pacheco en la conmemoración de 50 años de la desaparición forzada del compositor guerrerense. Foto: Rosendo Betancourt Radilla

Basta con mirar los registros y las investigaciones para comprender el tamaño del daño. Estudios y compilaciones especializadas documentan que durante las décadas de la guerra sucia, en Guerrero se registraron centenares de desapariciones forzadas y centenares de ejecuciones extrajudiciales.

Escribe: Adonías Rosales Sierra

Fotografías: Rosendo Betancourt Radilla

Hay homenajes que hieren, que abren las heridas que nunca cerraron, que insultan a los muertos y escupen sobre la memoria de los vivos. El que el gobierno de Guerrero, encabezado por Evelyn Salgado Pineda, realizó al exgobernador Rubén Figueroa Figueroa no fue un acto cívico: fue una afrenta política, un retroceso moral y un agravio histórico. No se trató de recordar a un ingeniero ni a una «figura del transporte», sino de rendir honores a uno de los principales responsables de la represión que se conoce como la guerra sucia en Guerrero.

Basta con mirar los registros y las investigaciones para comprender el tamaño del daño. Estudios y compilaciones especializadas documentan que, durante las décadas de la Guerra Sucia, en Guerrero se registraron centenares de desapariciones forzadas y centenares de ejecuciones extrajudiciales; cifras consolidadas por trabajos como Desaparecer en Guerrero y el Informe final de la Comisión de la Verdad dan cuenta de alrededor de 600 desapariciones atribuibles al periodo de contrainsurgencia en el estado y sitúan a muchos municipios, Atoyac entre ellos, con inventarios que suman cientos de víctimas en ese ciclo represivo. Esos mismos documentos recogen relatos de tortura, detenciones arbitrarias y desplazamientos masivos que afectaron a comunidades enteras.

El acto en Huitzuco, con ofrendas florales y la presencia de autoridades civiles y militares, no puede leerse fuera de ese contexto. La cobertura periodística local lo registró así: «Indignación por homenaje a Rubén Figueroa Figueroa; piden al Ejecutivo que se disculpe… “uno de los gobernadores más sanguinarios y asesinos que ha padecido el pueblo de Guerrero”», dijeron organizaciones y familiares que han buscado por años verdad y justicia. El homenaje se realizó en una escuela que lleva el nombre del exgobernador y contó con la presencia de figuras del figueroismo.

Para entender lo que significó el gobierno de Rubén Figueroa Figueroa, el investigador Armando Bartra en Guerrero bronco: campesinos, ciudadanos y guerrilleros en la Costa Grande retrata con crudeza la manera en que el poder político usó la represión y la manipulación.

En uno de sus análisis escribe que «al mismo tiempo que ha aplicado un castigo, una represión al pueblo de Guerrero, principalmente en su región Sierra de Atoyac y Costa Grande; al mismo tiempo, trata de aplicar […] una política […] reformista». Es decir, Figueroa combinaba el castigo con el disfraz del desarrollo: reprimía con una mano y con la otra ofrecía obras públicas para dividir al pueblo.

Bartra también recuerda cómo el régimen priista se preparó para mantener el control político tras la caída de los movimientos armados: «…va a poner a uno de los suyos, a Rubén Figueroa [que] ya viene repartiendo tierritas […] viene hablando bien de Genaro […] y mucha gente se va a engañar, vamos a sufrir debilitamiento en Guerrero». Esta frase ilustra cómo el figuerismo se apropió del lenguaje de la justicia social para desactivar la insurgencia campesina y volverla parte de su propio aparato político.

Finalmente, Bartra resume el desenlace de aquella época con una frase que simboliza la derrota de las esperanzas campesinas: «La guerrilla que encabeza Lucio Cabañas es diezmada en 1974 y el Partido de los Pobres fracasa…».

La muerte de Lucio marcó también el inicio de una etapa en que el Estado consolidó su dominio a través del miedo, los asesinatos y la desaparición sistemática de disidentes. Esa es la historia que hoy se intenta maquillar con flores y discursos oficiales.

Aicus arreug: Serie pictórica acerca de la guerra sucia guerrerense realizado por Luis Vargas Santacruz

Además de esos testimonios y pasajes analíticos, hay relatos orales y de primera mano que reproducen el tono humillante y autoritario con el que se hablaba a las comunidades. Un testimonio que circula en fuentes de memoria cuenta la frase atribuida a Figueroa en una refriega con amuzgos: «Aquí traigo a los sardos para que se crucen con sus mujeres y se mejore la raza», frase que desnuda no sólo desprecio, sino un uso del lenguaje para humillar, dominar y justificar el uso de la fuerza contra quienes reclamaban escuelas o servicios básicos. Ese episodio, ocurrido cuando campesinos pedían una secundaria en 1979, simboliza el racismo y la brutalidad de su estilo de gobierno.

En contraste con ese pasado de represión, la violencia contemporánea en Guerrero muestra otras cifras que también demandan acción. En 2021 se registraron 1,469 homicidios en el estado, y los registros de desaparición en la década reciente han permanecido en niveles de más de 200 casos por año en promedio, con picos como 317 casos en 2023 y una ligera disminución en 2024.

El monitoreo de organizaciones civiles indica que al 16 de mayo de 2025, el acumulado de personas desaparecidas en Guerrero seguía en varios miles y que municipios como Acapulco concentran más de mil expedientes activos. Estas cifras muestran que la violencia no fue erradicada y que el daño histórico convive con una crisis contemporánea que también exige respuestas urgentes.

El régimen de impunidad que permitió la violencia en los setenta se extendió por décadas: vuelos de la muerte, centros clandestinos, tortura y desaparición eran métodos empleados por agentes del Estado o por fuerzas al servicio de caudillos regionales. Las comisiones de la verdad y las investigaciones académicas concluyen que muchas desapariciones ocurridas en Atoyac y la Costa Grande –más de 400 en registros específicos– forman parte de esa trama de violencia sistemática que no se ha agotado ni debidamente investigado.

Las familias afectadas reclaman información puntual: nombres, fechas, lugares y responsables. Los inventarios elaborados por comisiones y colectivos han entregado listados con centenares de nombres y líneas de investigación que requieren peritajes forenses, apertura de archivos militares y cooperación federal. Sin éstos, la memoria oficial seguirá siendo incompleta.

Las cifras actuales deben leerse junto con las históricas: la violencia cambia de rostro –del aparato represivo a las redes criminales–, pero no desaparece. Poder público y sociedad civil necesitan políticas de búsqueda, prevención y justicia que conecten el pasado con el presente: búsquedas arqueo-forenses, registro público de archivos, acompañamiento psicosocial y medidas educativas en los municipios.

Si el gobierno pretende reconstruir la confianza social, debe empezar por acciones visibles y verificables: disculpas públicas, retirar efemérides que honran a perpetradores sin esclarecimiento, invertir en búsqueda y en memoria pública que dignifique a las víctimas. Sin eso, los homenajes seguirán alimentando heridas abiertas y la sospecha de que la historia se reescribe para proteger alianzas políticas.

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